La tierra ruge en tecnicolor

Por Sophía Vázquez Ramón

Chamanes eléctricos 
en la fiesta del sol
Mónica Ojeda
Random House
Bogotá, 2024
286 páginas

Una novela que emerge de la tierra a manera de rizoma: sugestión, pérdida, desamparo, renuncia, psicodelia, transformación y lucha; psicoanálisis, ensoñación, epifanía, delirium tremens o revelación. Dicho de otro modo, correr a las fauces de la naturaleza para encontrar un sentido y leer las heridas en su metáfora poliédrica, escrita en este relato desde distintas voces. Chamanes eléctricos en la fiesta del sol se construye como road movie chamánica a partir del viaje que Noa y Nicole emprenden desde Guayaquil para irse de rave: la fiesta del Ruido solar. Como si se tratase de deshilvanar la experiencia entre esotérica y ritual de una toma de yerbas ceremoniales o un Woodstock del altiplano, Mónica Ojeda (Ecuador, 1988) pone en cuestión toda una baraja de neurosis transversales al "paisaje alucinado" de cada fragmento. Se trata de voces entrecruzadas o embebidas en ese ejercicio que supone adentrarse en el territorio para antropoformizar la pachamama o hacer frente a todos nuestros secretos demonios. Pensamientos en voz alta, experiencias alucinógenas que el sueño supura continuamente en su hilaridad. Entonces el lenguaje actúa desde su cristal de roca para hablar con una voz poética, de florituras, de imágenes y símbolos, una voz con la que la exploración jamás llegará a darse de manera lineal o unívoca. Vamos al trasunto:

El paisaje del altiplano surge como entidad sintiente y sus protagonistas emprenden su "peregrinaje" mientras el libro se abre en siete grandes episodios que parten del año 5540 del calendario andino. Aparece la imagen de un padre ausente que el acto de la escritura convoca a ese juicio sumario llamado memoria, esto como convulsión postergada, quizá como catarsis. Este, el padre de una Noa que recién cumple 18 años en el relato. Como trasfondo, se da esa visión ancestral a manera de caleidoscopio; no la lisérgica –aunque lo pareciera–, sino la imantada por el misticismo de la América india, aquí distópica, anacrónica y un tanto subjetiva, cuando desprevenidos nos asomamos a cada breviario: el de un poeta “postapocalíptico”; Mario “cabeza de diablo”; Pedro, músico y galán de Hanan Pacha, grupo de tecnocumbia espacial; luego Pamela, Adriana, Julián, Carla, Fabio... personajes enfrentados a la otredad, al “rapto”, “salir de uno mismo para unirse con los otros” (p. 73).

Chamanes eléctricos... rezuma a montones de una cosmovisión algo ontológica –particularmente en los cuadernos del bosque alto I, II y III(1)– y es quizá esto lo que mejor provecho le hace a la novela: alejarla de la voz de un narrador unidimensional a partir de una serie de cambios narrativos. Se trata de búsquedas sin tregua en las que ni el hedonismo ni la adolescencia kamikaze de varios de sus coestrellas sustraen la vertiginosidad del relato a un simple "festival andino retrofuturista". En su lugar, aparece el aforismo como tótem; el poema ritualizado desde la oralidad y la música –otro vector fundamental del libro–; el relato onírico que trasciende los siglos, venido de una reencarnación o de una visión debida al sol del Inti Raymi, la fiesta del dios Inca. 



La relación con la montaña y la fiesta del sol generan de alguna manera una metáfora constante en relación al viaje del héroe que el periplo de Noa significa. Por ello encontramos interjecciones como esta, ahora en la voz de Mario: “Lo que buscas en tu padre no existe. Y yo pensé: un padre es como el tayta o el mismo Inti. Es lo que no se puede alcanzar, entonces para qué” (p. 77). En esta educación sentimental, la poesía fluye como invocación, como canto, “voces que vienen del paraíso perdido en nosotros mismos”. Lo que conviene traducirse a menudo desde la voz de una Nicole llamada a amortizar el discurso de manera algo menos “simbólica": “Recuerdo que esa mañana las cantoras admitieron comer pájaros para quedarse con sus cantos: si te los tragas te sale un canto bello” (p. 155). Lo ritual resulta traer por lo general un mensaje, como esa voz que atrae a los espíritus, entonces agrega:

Mirar demasiado al fondo de uno mismo produce un de­sequilibrio. Yo intenté explicarle a Noa que su crisis no tenía nada que ver con la música ni con lo que el Poeta o las cantoras le contaban, sino con la necesidad de volver a ver a su padre (...) El padre es el primer enemigo, le dijo Pam: todo lo que matamos se convierte en padre, pero ella no la escuchó (p. 155).

La estética en esta novela está figurada precisamente por un rompimiento con el canon y la forma. Decolonialista en un sentido menos vago, desacraliza el entramado narrativo y permite el hallazgo de un libro cuyo género se desdibuja hasta convertirse él mismo en cosmogonía plural, caso de las cantoras, cada que emergen con su música sagrada, “Gran padre hacedor del universo, madre tierra, madre agua, viento madre, vertiente madre, estrella madre, sol padre, planeta madre...” (p. 56). Más adelante:

Escucha esta verdad: lo que brilla no tiene sombra. El fuego es el instinto, es una canción sin tiempo y el fuego es el delirio. La montaña y su sexo cantan que el amor es una música violenta, una música que quema (p. 165).

En el entretanto, Noa cruza por varios estadios hasta deshilvanar su historia. Allí, como en una composición coral, cada quien tiene su propio registro mientras que, a la par, un colorido aunque veloz imaginario alimenta Chamanes eléctricos en la fiesta del sol; al final siempre encontramos una suerte de catequesis, digamos que para tratar de entender cuán imaginaria resulta ser la frontera entre el cuerpo y la pacha; ese universo que se remueve sin pausa para revelarnos de qué estamos hechos. 

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(1)   Véanse en particular los trechos de los cuadernos relacionados con la cacería: "No se puede cazar al bosque como no se puede cazar a Dios..." (p. 112); "Ahora entiendo lo que quería decirme: se caza al animal sagrado, no al divino (p. 113); "En el principo hombres y animales hablaban el mismo idioma" (p. 135). Luego, "La culpa es un fantasma que abre los ojos por la noche" (p. 144), "Las palabras que son pronunciadas violentan la divinidad del silencio" (p. 210); "Escuché un canto que les pedía a los árboles que vomitaran caballos" (p. 271). Huelga decir finalmente, y que no parezca un spoiler, que esta voz atemporal que se entrecruza con el mito y la reflexión, no es otra que la del padre de Noa, una figura espectral, multiforme. Como voz paralela, mantiene de alguna forma un cuidado equilibrio entre la psicodelia llena de "muchedumbre" de los relatos personales y ese lento abrirse de los cuadernos, aquí penumbra, reposado desasosiego y aprendizaje. Pareciera que no caben en el análisis el bien y el mal como medida o contención.


PdL