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para que la mosca fly
Jaime Espinal
Ediciones B
Bogotá, 2007
Nada hay en la literatura tan pintoresco como el disponer de ella para que un libro llegue a ser llamado novela, cuando en realidad lo que le alienta no es más que una simple treta de mercado. Detrás de las intenciones corporativas, puede que el índice de lectura se amplíe y que -por ese mismo camino- muchos jóvenes escritores entren en cuestión, aunque ello nos lleve a terminar de enterrar un género que ya Borges había pronosticado como una empresa fallida, la novela habría de morir tarde o temprano. Muere en manos de esa corriente de autores que la publicidad ha maquinado. Autores quizá empujados por el tan actual concepto de ‘democratización de la cultura’, que no es en este caso más que una forma de abrir las puertas de par en par, digo, para que de vez en cuando los imaginarios se mezclen sin el arbitrio de nadie. Entonces sacrificaremos la estética en beneficio de las estadísticas. Ello me recuerda el fenómeno que ha malogrado recientemente a la poesía colombiana y que refiero aquí como posible analogía, esto es, la sobreoferta de versificadores, cosa que no acrecentó la venta en este género, más bien todo lo contrarío. Se sabe que por estos días las grandes editoriales lo piensan más de dos veces antes de aventurarse en colecciones de poesía. “si la novela debe realmente desaparecer –dice Milan Kundera en El arte de la novela– no es porque esté completamente agotada, sino porque se encuentra en un mundo que ya no es el suyo”. Los presuntos estéticos han mutado, se sabe, la novela se ha transformado y no se le pude pedir que siga mirando con el viejo catalejo de las postales y los discos de acetato rayados. Digamos que el mundo se ha vuelto un poco más proclive a la necedad que deviene de lo permisible y lo probable, la vana percepción de las cosas.

“La novela ya no puede vivir en paz con el espíritu de nuestro tiempo: si todavía quiere seguir descubriendo lo que no está descubierto, si aún quiere “progresar” en tanto que novela, no puede hacerlo sino en contra del progreso del mundo”.
De aquí no puedo más que concluir que el carácter hipermediático de este oficinista y superhéroe, venido a más en el redescubrimiento de su tan querido ‘tercer mundo’, es precisamente aquel que define el sendero en el cual desviamos -desviaron, diría la cartilla- del camino correcto. Tan influenciado por el american stile of life, la comida basura, los refrescos de Cola, el sincretismo del Spanglish y las caricaturas al estilo Sin City, nada podría darse en Espinal aparte de este esperpento. Un joven administrador, actor, músico de garaje, en fin, un simple producto de la cultura de masas. Un Don Juan -como la revista en la cual viene escribiendo por estos días- que ha ideado la forma de hacernos saber de sus corrillos, mediante una publicación que se quiere hacer pasar por literatura:“De espinal, dicen las malas lenguas que tiene en el computador, en Excel, una lista con mil y pico de nombres de mujer –en un rango de 14 a 49 años de edad–, y que la lista va en aumento (los rumores también).” Entonces nos encontramos ante cualquier hijo de vecino. El relato llega a nuestros oídos como una cosa de todos los días: el trillado cuentico de la adolescencia. Jaime Espinal, según confirma la nota de solapa, o según leemos en el grueso del libro, viene del mundo del teatro, participó en un reality y se dedicó a ser un héroe escondido en Phoenix, Arizona; tiene un grupo de Rock o algo parecido y es parte de una firma de consultoría. Su libro lo anda pregonando a cada rato, a veces desde la chabacanería de sus aventuras eróticas o desde una vaga y pretensiosa tercera persona:
Jaime espinal es actor. Más actor que, por ejemplo, caracol de pecera o mariachi, trabajos éstos que ha llevado a cabo en momentos singulares de su vida. Distinto de otras muchas diversas profesiones que ha ejercido con intermitencia, ésta de actor es permanente.
Al ser actor, lo mismo le vendría aquí ser superhéroe, acaso poeta, gigoló o cantante. Es claro que el cliché es palabra visitada, la narrativa se atasca como un neumático en un lodazal de circo. Joven victima de sí mismo, queda al lector esta lista de cuestiones prestadas, junto a los pocos subterfugios culturales que de seguro Jaime Espinal verá como herramientas contractuales: La cucharita –una de nuestras canciones populares, el Réquiem de Mozart, Condorito, Jesús de Nazaret –aquí Rey del Joropo–, Edgar Allan Poe –rebautizado por Espinal como ‘E. A. Pues’–, Carl Von Linneo, García Márquez, la novela Opio en las nubes de Rafael Chaparro Madiero, etc., etc. Luego, otras tretas saltan al relato, los lugares comunes a esta era en que la comunicación es el juguete de muchos mientras que la literatura es el paradigma de pocos. De aquí sacamos la versión ‘revisitada’ de las apariciones de santos en barrios populares, aquí un buñuelo con la cara de La Virgen, las fantasías de una pareja en viernes santo –esperando el castigo que corresponde por hacer lo indebido en días de dios o los pasajes católicos de una familia tan paisa como la que habrá alimentado a Jaime Espinal en sus primeros añitos en el trópico, antes de convertirse en superhéroe, muy al estilo americano. Ese semidiós que afirma con modesta apatía: “aguanta, hijo mío –le dije a dios, poniendo mis manos sobre su cabeza”.
Sería conveniente en este punto del texto, volver al asunto de la mediatización para encontrar un género al cual se pueda asociar el libro de Jaime Espinal. En más de un sentido, las carencias literarias en él son también los instrumentos por los cuales podría llegar a ser leído como algo de valía. Me apoyo de nuevo en El arte de la Novela:
También afectan a la novela las termitas de la reducción que no sólo reducen el sentido del mundo, sino también el sentido de las obras. La novela (como toda la cultura) se encuentra cada vez más en manos de los medios de comunicación; éstos, en tanto que agentes de la unificación de la historia planetaria, amplían y canalizan el proceso de reducción; distribuyen en el mundo entero las mismas simplificaciones y clichés que pueden ser aceptados por la mayoría, por todos, por la humanidad entera.
Digamos que este libro, este ‘el mundo según Jaime Espinal’, su Weltanschauung –desde una postura no tan trascendente–, es nada más ni nada menos que el muestrario de su alienación. Sostenido por una cultura Fast-food, ninguna otra cosa podría darse sino este libro. Queda, por lo demás, la aparente noción de una ‘novela’ de ‘alta digestibilidad’, leíble, si de examinar un fenómeno tan en boga se trata, pero nada memorable dentro del ya mancillado aparato llamado literatura.